Pero continuaba atada, a pesar de haber transcurrido bastante rato desde que El acabó de azotarla con aquel artilugio que ella odiaba a muerte: la fusta de cuero que tan orgullosamente guardaba su Señor.
El simplemente se sentó a sus espaldas, cogió su güisqui y bebió, tranquilamente, sin prisas, observando las marcas que iban apareciendo en su trasero y espalda. Observando como aumentaba su color púrpura.
Ella lo prefirió así. No quería mirarle a la cara, aún no, por eso su pelo caía sobre su rostro sudoroso, pegándose a el, y ella no hacía nada por apartarlo.
No quería, ni mucho menos, que El viese sus lágrimas, sus ojos llenos de odio y su expresión, expresión muy lejana a la de una servil esclava…
1 comentario:
Creo que si llega ese momento, en que ya no se desea el castigo, y dejamos de sentirnos felices...
entonces es que ya no vale la pena seguir.
el bdsm es para ser felices, no para sentirnos desdichados...
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